La microfísica del poder
El pasado mes de junio se cumplieron treinta años de la muerte de Michel Foucault, uno de los pensadores más importantes e influyentes del siglo pasado.
Una parte fundamental de la obra de Foucault, la que hace parte de lo que llamó “genealogía del poder”, estuvo marcada por el propósito de mostrar que en las sociedades democráticas modernas la libertad de los individuos, formalmente consagrada por las normas jurídicas del Estado, es un espejismo, o por lo menos es una realidad severamente limitada y distorsionada por la existencia de instituciones cerradas, como las cárceles, las escuelas, los hospitales o las fábricas, donde opera lo que él denomina la “microfísica del poder”.
Cuando los individuos ingresan al seno de estas instituciones, pierden su libertad de manera irremediable y casi completa porque quedan atrapados en unas redes del poder que estas forjan y que definen sus condiciones de vida, ordenan y disciplinan sus conductas de manera férrea y rigurosa, dirigen sus conductas vigilándolos de manera permanente y constante, convirtiéndolos en puros objetos de observación y análisis, tal como lo mostró en su libro ‘Vigilar y castigar’, apoyado en el ejemplo paradigmático del panóptico diseñado por el pensador utilitarista inglés Jeremy Bentham a finales del siglo XVIII.
Estas instituciones no fundan su poder sobre los individuos en el uso de la violencia o de la represión física, tal como siempre se ha pensado desde Marx; la vigilancia y observación sistemática de sus conductas –que resultan casi invisibles e imperceptibles para aquellos sobre los que recaen– es suficiente para encauzarlos y ordenarlos, para someterlos a su “voluntad”. Pero estas instituciones, al convertir en los individuos en puros objetos de observación para someterlos, no solo los despojan de su libertad, sino que les niegan su propia subjetividad, la condición de ser sujetos activos y autónomos, seres capaces de autodeterminarse, tal como lo concibió Kant en su momento. De ahí que, atrapados en las redes de poder de estas instituciones, los hombres mueran, es decir, pierdan lo esencial de sí mismos como sujetos activos y libres.
Pero la razón de ser del poder de estas instituciones cerradas no es solo someter a los individuos, convertirlos en seres y cuerpos dóciles y obedientes, sino, sobre todo, formar seres útiles para las diferentes funciones que necesita la sociedad: “fabricar” seres capaces y eficaces de realizar las diversas labores que la sociedad exige para conservarse a sí misma. El sacrificio de la libertad de los individuos es apenas una condición necesaria para conseguirlo. De ahí que el resto de la sociedad acepte este sacrificio de la libertad que los poderes de estas instituciones llevan a cabo con los individuos que ingresan en su seno. Por eso, para Foucault, el principio supremo y rector de las sociedades modernas no es el de la libertad, sino el de la utilidad.
Por otra parte, estas instituciones fijan un especial “régimen de verdad”; es decir, establecen como parte de su poder que los enunciados y los discursos que formulan y sostienen sus directivos y funcionarios superiores son verdaderos; y lo son porque reflejan no solo el contenido de su poder, de las órdenes e instrucciones que les dan, sino también los mecanismos que usan para que las obedezcan y el modo como finalmente “aprenden” a obedecerlas; es decir, son discursos que reflejan la realidad de estas instituciones forjadas alrededor del poder de la vigilancia y la observación. De ahí que Foucault estuviera convencido, como su querido maestro Nietzsche, de que la voluntad de verdad que parece presidir la vida de los hombres es en realidad una máscara que encubre y disimula una voluntad más profunda y decisiva, la del poder. El interés o el propósito más poderoso que mueve a los hombres a actuar en sus vidas no es la defensa o la búsqueda de la verdad, sino el de dominar y controlar, el de someter a su voluntad a todo lo existente, incluida la vida de otros hombres. Y esta voluntad de poder de los hombres modernos ha sido plasmada de manera clara y efectiva en estas instituciones cerradas que tienen una extensa presencia en la realidad de sus sociedades.
Sin embargo, Foucault no reconoció que al lado de las instituciones cerradas existe otra esfera también muy importante de las sociedades: un espacio público abierto que todos sus miembros tienen el derecho y la posibilidad de ocupar libremente, si así lo quieren y se lo proponen; un espacio en que pueden ejercer la libertad formal que el Estado les reconoce, un lugar donde pueden expresar sus opiniones y sus pensamientos, dialogar y discutir activamente con otros, y en el que pueden obrar en función de su voluntad, siempre y cuando respeten el derecho a la libertad que tienen los demás. La existencia de este espacio se erige, entonces, como la barrera que limita las pretensiones cognoscitivas y críticas de la obra teórica de Foucault. Delimitación que no refuta de ninguna manera su pensamiento, sino que más bien sirve para indicarnos con perfecta claridad el espacio en el que es enteramente válido, el de las instituciones cerradas de la modernidad.
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