domingo, 15 de septiembre de 2019

Ronald Dworkin y el Derecho como práctica argumentativa


Ronald Dworkin y el Derecho como práctica argumentativa







Por Carlos Bernal Pulido

Profesor de Derecho Constitucional y Filosofía del Derecho de la Universidad Externado de Colombia carlos.bernal@uexternado.edu.co



Los últimos 12 meses han sido aciagos para la teoría jurídica nacional e internacional. Varios de sus gigantes nos han dejado. En el 2012 se fueron, de nosotros, Fernando Hinestrosa y Gregorio Peces-Barba, el padre de la Constitución Española. La semana pasada el turno fue para Ronald Dworkin, quien falleció tras una valiente batalla contra la leucemia, tal como informa el comunicado oficial de Richard Revesz, el decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Nueva York.



Dworkin fue un gigante no solo en la Teoría del Derecho, sino en otras disciplinas. No hacía falta conocerlo para admirar su agudeza intelectual y su perspicacia analítica. A ellas se sumaba una encomiable creatividad, que lo llevó siempre a desafiar el unanimismo, y un descollante talento literario. Cada una de sus piezas es homenaje a la estética del lenguaje, que cautiva al lector desde la primera frase hasta el punto final. Su versatilidad le permitía desde hacer comprensibles para el gran público asuntos técnicos de la Filosofía del Derecho, hasta ganar la adhesión de manera fulminante a sus apologías o diatribas de libros en su columna de la New York review of books.




Dworkin navegó con gran solvencia por casi todos los mares en los que la Filosofía y la teoría jurídica se encuentran con la vida política. Fueron, sin embargo, tres las áreas en las que sus contribuciones fueron cruciales: la Filosofía Política, el Derecho Constitucional y la Teoría General del Derecho.



En Filosofía Política construyó una de las obras más completas que se hayan pergeñado después de Rawls. Defendió una teoría política igualitaria, en la que, como lo indica el título de su mayor tratado en la materia, publicado en el 2000, la igualdad se postula como la virtud soberana. Con base en dicha visión, Dworkin exploró extensos ámbitos de la teoría de los derechos fundamentales, en la discusión norteamericana. Conocidas son sus posturas frente a la regulación de la eutanasia, el aborto y la pornografía. Frente a estos y otros temas, defendió a ultranza la idea de que los derechos son triunfos, llamados a derrotar consideraciones políticas, jurídicas, económicas o morales que impliquen menoscabos de la igualdad y la libertad protegidas por la Constitución. Asimismo, expuso una teoría de la interpretación constitucional que llamaba a apartarse de una versión aséptica del juez. De acuerdo con Dworkin, la Constitución solo puede leerse desde una óptica moral, y si es así, conviene que nuestros jueces revelen sin dobleces cuál es la suya. Su ideología será el factor determinante del sentido de las decisiones constitucionales.



Con todo, el mayor aporte de Dworkin fue quizás su concepción del Derecho como práctica argumentativa. Dworkin construyó durante casi cinco décadas esta teoría del Derecho, motivada por su conocido debate con Herbert Lionel Adolphus Hart, quien fuese su maestro en Oxford. Con la vehemencia que lo haría famoso, Dworkin se opuso al positivismo jurídico defendido por Hart en El concepto de derecho. De acuerdo con Hart, el Derecho debía concebirse como una práctica social, observable y describible, separada de la moral, y desarrollada por las autoridades estatales, sobre todo los jueces. En varios de los ensayos que luego fueron compilados en Los derechos en serio, Dworkin utilizó un análisis de la sentencia en el caso Riggs v. Palmer del 8 de Octubre de 1889, para mostrar que los principios morales también formaban parte de la práctica jurídica. En aquella sentencia, el Tribunal de Apelaciones de Nueva York mantuvo que el principio moral, de acuerdo con el cual “nadie puede aprovecharse de su […] propio crimen” llevaba a la conclusión de que un heredero que había dado muerte al testador no podía tener derecho a la herencia, así las leyes civiles no hubiesen establecido una excepción de desheredamiento para este supuesto.



Esta idea sobre los principios llevó a Dworkin a defender, en El imperio de la justica, La justicia con toga y Justicia para erizos, una teoría del Derecho como práctica argumentativa. La tesis principal es que el concepto de Derecho tiene una conexión inescindible con las afirmaciones que los abogados hacemos acerca de lo que el Derecho exige para cada situación. Estas afirmaciones son conclusiones que derivan de ciertos argumentos interpretativos. Esto quiere decir que el teórico del Derecho no es un observador imparcial que describe la práctica judicial, sino alguien quien, con su discurso, se involucra en el diálogo acerca de qué es lo que el Derecho ordena para cada situación. Este diálogo es evaluativo y no descriptivo. El teórico del Derecho utiliza su moral para argumentar acerca de lo que tiene validez jurídica. Ello es así, entre otras cosas, porque el Derecho no tiene una función neutral en la sociedad. Su finalidad es hacer que los mejores principios de la moral política sean satisfechos y devengan en realidad. Entonces, el objetivo de las teorías del Derecho es interpretar valorativamente la estructura de la práctica jurídica como institucionalización de la moral política en la sociedad.



La desaparición de Dworkin deja un inmenso vacío en la Filosofía del Derecho. Con todo, cabe esperar que su obra monumental motive nuevas contribuciones de jóvenes teóricos. Esta es la mejor manera para que la personalidad y la imaginación de un genio como Dworkin se perpetúen más allá del culmen de sus días.

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